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#1 05-09-2025 à 23:55

GG le sympa
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Isla Iguana, Los Santos, Pedasi, Panamá

Si se sienta uno conmigo en la playa de El Arenal, aquí en Pedasí, y miramos juntos hacia el horizonte, verá un pequeño islote que parece flotar sobre el agua. Un punto verde y rocoso, a unos 7 kilómetros de la costa, donde el Pacífico se besa con el Golfo de Panamá. Desde aquí, la isla parece simple, tranquila, casi insignificante. Pero si se sienta lo suficiente como para que las gaviotas dejen de volar y el sol se ponga, le contaré la historia de ese lugar. La he visto crecer, la he visto sanar. La gente la llama el Refugio de Vida Silvestre Isla Iguana, un paraíso aislado que muchos han bautizado como la "pequeña Galápagos" por la inmensa cantidad de vida que alberga. Yo la llamo, simplemente, el tesoro que nadie supo ver hasta que estuvo a punto de perderse.   

Antes de que se le diera nombre o se le pusiera sobre un mapa, la isla ya era conocida. Las gentes que vivían en estas costas, hace más de mil años, ya visitaban el islote. No era un lugar para vivir permanentemente, pues la isla nunca ha tenido agua dulce, un detalle que la mantuvo virgen en ese sentido. Era, más bien, una despensa, un lugar de paso donde los indígenas del área pasaban varios días pescando y recolectando.   
Si camina cerca de la casa del guardaparques, podrá ver una pendiente donde las conchas abundan. Dicen los que saben que ese es un "conchero" , un antiguo basurero donde los indígenas limpiaban sus moluscos y desechaban las cáscaras. En esos desechos se encuentra la prueba de una historia más grande. El caracol   
Strombilus, por ejemplo, un molusco que solo habita en los arrecifes de coral cercanos a la isla. El nácar de su concha, con tonos rosados y blancos brillantes, era muy apreciado. Los arqueólogos, buscando en un importante asentamiento indígena en Cerro Juan Díaz, cerca de la Villa de Los Santos, han encontrado hermosas pecheras confeccionadas con ese mismo nácar. Esas delicadas joyas viajaron desde la isla hasta el continente, mostrando que la Isla Iguana, aunque deshabitada, era un punto vital de comercio y de valor cultural para estas sociedades precolombinas. Así, la isla, que parecía un simple refugio, era en realidad un nodo de una compleja red de intercambio que unía la costa con el interior.   

Más tarde, en el siglo pasado, la isla se encontró con una historia mucho más oscura. Entre 1941 y 1952, durante la Segunda Guerra Mundial y la década siguiente, los pilotos del ejército de los Estados Unidos la usaron como un campo de práctica de bombardeo. Se cuenta que la eligieron porque el lóbulo sur de la isla, la zona más bombardeada, tenía las dimensiones de un portaaviones. A lo largo de los años, arrojaron bombas y ráfagas de ametralladora, destruyendo casi toda la vegetación original.   
El resultado de esos días violentos todavía se puede ver. Si uno camina por la isla, encontrará cráteres del tamaño de casas, formados por el impacto de bombas de 500 y 1,000 libras. Por muchos años, esos cráteres no eran más que cicatrices. Pero la naturaleza, sabia y resiliente, encontró una forma de usarlas. Se llenan de agua durante la temporada de lluvias, creando la única fuente de agua dulce para los animales durante la estación seca. Un acto de destrucción que, con el tiempo, se transformó en un refugio vital para la vida.   
La gente del lugar solía contar historias sobre las bombas sin estallar que yacían en la isla. Algunos, en su inocencia y su pobreza, las golpeaban con martillos, creyendo que tenían oro y metales preciosos en su interior. En 1990, después de la invasión, el ejército de los Estados Unidos detonó algunas de las bombas más grandes. Una, de 1,000 libras, incrustada en el arrecife de coral, causó un agujero enorme de unos 15 metros de diámetro, matando todo el coral y los peces en un área de 900 metros cuadrados. Fue una tristeza ver el daño. Pero al cabo de ocho años, la mayoría de esa área se había recuperado, demostrando que la naturaleza es capaz de sanar incluso las heridas más profundas.   

Fue en 1981 cuando se firmó el verdadero pacto entre la isla y el hombre: se declaró Refugio de Vida Silvestre. En 2022, el área protegida se amplió aún más, abarcando no solo la isla sino también un vasto perímetro marino a su alrededor. Con esta protección, se prohibió la tala, las quemas, la pesca de arrastre y cualquier actividad que pudiera alterar su frágil equilibrio. Dejó de ser un simple blanco de tiro y se convirtió en un santuario, un lugar de paz y estudio para científicos y turistas. El único ser humano que habita en ella de forma permanente es el guardaparques, un guardián silencioso que vigila este renacer.   

A pesar de los bombardeos, la vegetación regresó con fuerza. La isla está cubierta por un bosque tropical seco, un ecosistema único en la zona, que se distingue por la presencia de palma blanca. En la zona costera, el corazón verde de la isla se extiende en más de 400 hectáreas de manglar, donde dominan los mangles de tipo colorado, blanco, negro y salado. Esas raíces retorcidas son un hogar para miles de seres pequeños.   
Más allá, si uno sigue los senderos, encontrará dunas de más de 60 metros de altura, que no son de arena suelta, sino formaciones sólidas cubiertas de árboles como el Panamá, el carate, el guácimo y el Balso. Este paisaje, que se regeneró de las cenizas de la guerra, es un testamento viviente de la increíble capacidad de la tierra para sanar y florecer.   

En la isla, los verdaderos dueños son los animales. No hay que caminar mucho para toparse con un ejército de cangrejos. Se les escucha antes de verlos, un sonido sutil al caminar sobre las hojas secas. Los cangrejos fantasma y de manglar, por ejemplo, abundan. Su trabajo en el ecosistema es vital; actúan como carroñeros en la isla y como "conserjes" en el arrecife, manteniendo el área libre de algas, restos de peces y otra materia orgánica.   
Pero los más famosos son, sin duda, las iguanas. La isla se llama Iguana por una razón: alberga una gran población de iguanas negras, de la misma especie que se encuentra en las Islas Galápagos. Apenas se pone un pie en la playa, se pueden ver sus rastros en la arena blanca. Son los guardianes silenciosos de este refugio.   

Si el guardaparques es el guardián terrestre, las "tijeretas" son las dueñas del cielo. A estas aves, cuyo nombre científico es Fragata magnificens, se les conoce localmente como tijeretas por la forma de su cola bífida. La Isla Iguana alberga la colonia de fragatas más grande del Pacífico central, con una población que se estima en más de 5,000 individuos.   
Verlas es un espectáculo. Se elevan en el cielo, planeando sin esfuerzo. Pero el verdadero show es el del apareamiento. Para atraer a las hembras, los machos inflan su saco gular, una bolsa de piel de color rojo vivo que parece un corazón gigantesco. Un ballet aéreo de plumaje negro y un toque de rojo vibrante, que atrae la atención de las hembras y es un momento único de la vida natural de la isla. También se pueden ver otras aves, como los pelícanos y los pájaros bobos, anidando en este refugio aéreo.   


Si la tierra de la isla cuenta una historia, el mar narra una mucho más antigua. Sus aguas turquesas albergan uno de los secretos mejor guardados de Panamá: un vasto arrecife de coral, el más grande en el Golfo de Panamá. Con una antigüedad de unos 4,800 años, este arrecife se extiende por más de 15 hectáreas. Es una ciudad ancestral de vida submarina, con 11 especies de corales, desde los ramificados hasta los masivos y los "hongos". Curiosamente, a estas especies los niños de una escuela local les dieron nombres comunes, dándoles a estos frágiles seres un lugar en el folclore de la comunidad.   
Este arrecife fue el que sufrió el impacto de la detonación de las bombas de 1990, un recordatorio de cuán vulnerables son estos ecosistemas milenarios ante las acciones humanas. Sin embargo, su recuperación natural demuestra que, con la debida protección, la naturaleza es capaz de superar incluso la destrucción más deliberada.

Dentro de esa ciudad de coral vive un mundo de colores. Hay más de 347 especies de peces registradas en sus aguas. Desde los peces loro que se alimentan de las algas hasta los peces de arrecife que dan vida a cada rincón, la diversidad es asombrosa. En la Laguna El Cirial, un cráter de bombardeo que se llenó de agua, ahora se puede ver vida marina como tortugas, rayas y anguilas. Es el lugar donde la historia de guerra se transforma en un refugio de paz. También se pueden ver tiburones de arrecife de punta blanca y pulpos, que añaden un toque de misterio a este paraíso submarino.   

El mayor espectáculo del mar ocurre entre julio y octubre. Es la época en que las ballenas jorobadas regresan a las aguas cálidas de la isla para dar a luz y amamantar a sus crías. Los visitantes más afortunados cuentan que han visto a madres con sus crías navegando cerca de la orilla, dándoles vueltas al islote.   
Pero el verdadero regalo es oír su canto. Un viajero me contó una vez que, mientras hacía snorkel, su compañero le señaló un lugar en el horizonte. Cuando metió la cabeza de nuevo bajo el agua, escuchó una melodía suave, una nana marina que parecía llenar todo el océano. Era el canto de una ballena macho, un sonido tan hermoso que la NASA lo incluyó en el disco de oro que envió al espacio en la sonda Voyager en 1977. Aquella experiencia transformó un simple día de playa en un momento inolvidable. Esas ballenas, que navegan por los vastos océanos, encuentran en esta pequeña isla un lugar seguro para la nueva vida.   

Para quien quiera visitar este lugar, el viaje es corto. Se parte de Playa El Arenal, y la travesía en bote dura apenas 20 minutos. Al llegar, hay que pagar una tarifa que sirve para mantener el refugio: $4.00 para nacionales y residentes, $10.00 para extranjeros. Es un pequeño precio a cambio de un tesoro invaluable. Es importante llevar agua, comida, protector solar y sombrero, ya que en la isla no hay tiendas ni restaurantes. Las actividades principales son el snorkel, el buceo, la caminata por sus senderos y, por supuesto, la observación de la vida silvestre.   
       
   
El legado de la isla es su promesa. Hoy está protegida por la ley y por el compromiso de todos. El Ministerio de Ambiente realiza las demarcaciones necesarias y vigila que no se altere el hábitat. El país ha logrado sobrepasar el 50.5% de áreas marinas protegidas, y este refugio es parte de ese logro. La conservación es una responsabilidad que nos incumbe a todos como ciudadanos. No es solo un trabajo del gobierno, sino un deber que heredamos de las generaciones que entendieron que la verdadera riqueza no es el oro que buscaban en las bombas, sino las historias y la vida que la isla susurra en cada brisa. Es un tesoro que debemos cuidar, porque su valor es incalculable.

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