Érase una vez, en las sombras alargadas de mis recuerdos, donde el tiempo se enreda como lianas en la selva, yo solía contar historias de caminos que no se pierden, sino que se descubren. No nací en Panamá, ni he sentido el barro de sus trochas bajo mis pies cansados, pero las leyendas viajan como el viento que cruza el istmo, susurradas por viajeros, grabadas en mapas antiguos y revividas en las páginas de diarios amarillentos. Hoy, mi voz se detiene en un sendero que late como el corazón de la tierra: el Circuito de Senderos El Guardiaparque, ese lazo de caminos entrelazados en el Parque Nacional Camino de Cruces, custodio silencioso del Canal de Panamá, donde la historia se funde con el verde eterno y cada paso es un eco del pasado.

Imagina, si puedes, el siglo XVI, cuando los españoles, con sus mulas jadeantes y codicia en los ojos, trazaron el Camino Real de Cruces, una vena de piedras irregulares que unía los dos océanos. Por allí desfilaron tesoros robados del Perú, plata reluciente y oro que brillaba bajo el sol implacable, cruzando ríos turbulentos y selvas que devoraban hombres enteros. El Guardiaparque, aunque no llevaba ese nombre entonces, era parte de esa ruta ancestral, un tramo donde los arrieros descansaban en Venta de Cruces, un poblado ahora en ruinas, sus columnas cubiertas de musgo y enredaderas que parecen dedos del olvido. Piratas como Henry Morgan acechaban en las sombras, emboscando caravanas con sables afilados y risas salvajes, dejando atrás leyendas de tesoros enterrados que aún hoy hacen soñar a los aventureros. La selva, testigo muda, vio cómo la fiebre del oro de California en 1848 revivió el camino: miles de yanquis con botas enlodadas y sueños de fortuna lo pisaron, huyendo de malaria y serpientes, mientras el ferrocarril cercano silbaba su promesa de velocidad.

Pero el verdadero nacimiento del circuito, como lo conocemos, vino mucho después, en los albores del siglo XXI, cuando guardianes visionarios y voluntarios con manos callosas decidieron rescatar el pasado del olvido. En 2014, lo que empezó como un humilde proyecto de mantenimiento de un viejo sendero se transformó en una obra maestra: un circuito nuevo de 4 kilómetros, inaugurado con orgullo en marzo de 2017, nombrado en honor a los guardaparques, esos héroes anónimos que velan por la selva con linternas y botas gastadas. No era solo un camino; era un tributo, un lazo que une tres senderos principales —el del Pescador, el Callejón y el Mirador— en un abrazo circular que serpentea junto al Lago Brazo Camarón, un brazo sereno del lago Madden, dragado en los días del canal para suministros pero ahora un espejo azul donde garzas posan como estatuas y caimanes duermen en la orilla. Accedes por una entrada discreta cerca del Centro de Visitantes de Miraflores, sin cobrar un centavo por ahora, a solo minutos de la bulliciosa Ciudad de Panamá, como si la selva te invitara a un secreto bien guardado.

Camina conmigo por sus trochas, donde el aire huele a tierra húmeda y orquídeas salvajes. Empieza en la entrada marcada con un letrero amistoso: "Bienvenidos! En esta área podrán apreciar vistas únicas del Canal de Panamá y este hermoso Lago Brazo Camarón mientras caminan por senderos a través de un bosque que unió el Atlántico con el Pacífico". El Sendero del Pescador, de unos 2.6 kilómetros, bordea el lago como un susurro, ideal para un esfuerzo moderado, donde ves pescadores locales lanzando redes y aves zambulléndose en busca de presas plateadas. Luego, el Callejón, estrecho y sombreado, te lleva por pasadizos de follaje denso, donde monos aulladores gritan desde las copas y perezosos cuelgan como frutos maduros, recordándote que aquí la vida fluye a su propio ritmo. Y el Mirador, el clímax, sube a puntos elevados desde donde el Canal de Panamá se revela como una cinta azul serpenteante, con barcos gigantes deslizándose como juguetes en un río de ingenio humano. Todo el circuito suma unos 4-5 kilómetros, con ascensos suaves de hasta 59 metros, perfectos para una mañana de 30-45 minutos por tramo o un día entero si te detienes a absorber la magia. No es difícil, pero la selva exige respeto: mosquitos zumban como guardianes, lluvias repentinas lavan el camino, y raíces traicioneras prueban tu equilibrio.

En su corazón late la biodiversidad: más de 500 aves en el parque mayor, pero aquí, en El Guardiaparque, tucanes con picos arcoíris planean sobre tu cabeza, colibríes como joyas vivas revolotean, y si la suerte te sonríe, un jaguar sigiloso cruza tu vista lejana. Es un refugio para la cuenca del canal, filtrando agua pura que alimenta las esclusas, y un aula viva donde paneles interpretativos cuentan de la historia compartida: desde los indígenas emberá-wounaan que aún tejen cestas en comunidades cercanas, hasta los tratados Torrijos-Carter que devolvieron la soberanía en 1977, liberando estas tierras de manos extranjeras. Voluntarios de Caminando Panamá lo mantienen impecable, cortando maleza y marcando rutas, asegurando que cada paso sea seguro. Hay anécdotas que calientan el alma: ornitólogos que contaron cientos de especies en un día, turistas que se perdieron en la belleza y emergieron con historias propias, o el eco de antiguos mulateros que parece susurrar en el viento.

Este circuito no es solo un sendero; es un puente entre épocas, un lugar donde la historia camina a tu lado y la naturaleza te envuelve como un viejo amigo. Si algún día lo recorres, escucha el latido de la tierra, y recuerda mis palabras: en El Guardiaparque, cada curva es una página, y tú, el lector eterno.

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